Alguien con suficiente ascendencia moral ha
aseverado que los españoles constituimos un pueblo especialista en Guerras
Civiles. Añado con dolor que la mayoría han resultado estériles.
La Guerra Civil presupone siempre la
incapacidad de cuantos bandos discrepan en convencer a los otros. Hay que
considerar también que aunque de distinto rango o categoría, todas las
posiciones son negociables en política, salvo las radicales que propugnan la destrucción
del contrario, que implican barbarie y no tienen más que una relativa solución
que es la guerra. Digo relativa, porque si el vencedor a más de la fuerza
militar no lleva la supremacía moral y concepción nueva y actual de la
sociedad, los resultados de la contienda bélica serán estériles; se arruinarán
ambos, vencedor y vencido, y la impotencia de diálogo, el odio que dio lugar a
la guerra, se incrementarán.
A principios del 48 la situación
personal y familiar era la siguiente: mi salud seguía siendo insuficiente; por
otra parte, e importante, me eché una novia, que si todas las mozuelas de 20
años alumbran la vida como soles, la designada por el destino para uno marca
nuestro camino personal: nos asegura nuestra continuidad biológica y la
persistencia de nuestra línea espiritual a través de la descendencia. En cuanto
a la economía familiar cada vez era más precaria. Tenía dos opciones, una hacer
magisterio que solo requería en aquel tiempo unos muy reducidos exámenes, y
entonces podría hacer el servicio militar de Alférez y así resolver mi problema
económico; otra, incorporarme de
Sargento para librarme del servicio militar y con mis hermanos restablecer
nuestra maltrecha economía. Cuando fui al Cuartel para informarles de mi
decisión y pedirles instrucciones o asesoramiento para llevar a efecto mi
propósito, me recibió el Teniente T. y me dijo con no disimulado mal humor “que
el más honroso título que podía ostentar era el de Alférez y el máximo escarnio
que se le podía causar al ejército era degradarse voluntariamente”.
Como se mostrará con posterioridad y
confirmará mi vida, mi decisión fue acertada.
Fui destinado al Regimiento de
Infantería de Cádiz nº 41 al que me incorporé el 1º de Abril de 1948, día
festivo por aniversario de la supuesta Victoria. Al día siguiente me designaron
Cuartel y el oficial de Guardia me llevó a una enorme pila cónica de escombros
que me dijeron originada por la terrible explosión del polvorín del Barrio de
San Severiano, que contenía tantos metros cúbicos, e indicaron que, para quitar uno aquellos montones, contaba con dos vagonetas y
10 soldados que procedían de la Guardia del Castillo, presidio de Santa
Catalina, Allí, en turno de dos horas habían mantenido 6 puestos, y por tanto había dos soldados que habían
estado 4 horas ininterrumpidamente. Aquellos muchachos estaban tan extenuados
que la nube de polvo que se originaba al
mover los escombros era tan grande que imposibilitaba verlos si se caían al
suelo donde se quedaban profundamente dormidos. Estaba separada la guardia del
Castillo, de la que se encargaba un sargento, de la vigilancia de la puerta
principal, de la que respondía y llevaba la llave un brigada.
En la primera guardia que me tocó Santa
Catalina tuve la suerte de corresponderle la puerta a un brigada, Pinillas,
aunque no única, representaba una de las pocas excepciones de honorabilidad,
eficiencia y sociabilidad. Cuando llegó la noche, tuve la sorpresa de oír lo
que ya creía que estaba en desuso y
podía escucharse solo en las películas antiguas: cada media hora se oía la voz
de ¡Centinela, alerta¡ Alerta el 1 y sucesivamente ¡Alerta el 2, 3….¡ Hasta el
6. Pero a media noche, cuando bramaba el viento y se acentuaba el frío, dejó de
oírse o se interrumpió un ¡alerta¡; mi falta de experiencia, pues como en las
instrucciones elementales que habíamos recibido se había omitido, me hizo
recurrir a Pinillas que así me respondió:
“Ahora hay que ir al número que no ha
dado el grito y comprobar si está dormido o enfermo”.
Como no me pareciera muy sugestiva mi
obligación y dubitara, se adelantó el Brigada levantándose y dijo:
“No te preocupes porque voy a ir yo a
realizar tu misión”.
Pasados pocos minutos, se sintieron dos
disparos que nos angustiaron y seguidamente se presentó Pinillas diciendo:
“No ha pasado nada; se quedó
profundamente dormido en la garita y al despertarlo con todas precauciones, se
alteró y disparó”.
Otras tristes historias las comento
como fehacientes testimonios de la pobreza del pueblo andaluz. Me destinaron en
la segunda compañía del 2º Batallón. Estaba compuesta de jóvenes y menos
jóvenes de provincias ricas de nuestra región; no faltaban soldados de Sevilla
ni de Jaén. Aludo a “menos jóvenes” porque algunos procedían de Ayuntamientos
que, previniendo la llegada de la “acracia”, habían procedido a quemar todos
los documentos sobre nacimientos, y algunos, escondiendo o falseando los suyos,
se habían incorporado muy rebasados los 20 años. Y más sorprendente todavía era el número tan considerable de
analfabetos.
Como las comidas fueran insuficientes
en las Compañías normales, sus familias compensaban la escasez del rancho con
envíos. Sin embargo en nuestra Compañía, donde había mayores con hijos y
soldados sin padres o con ellos en la máxima pobreza, apenas recibían alimentos
compensatorios. Por estas razones permitió el mando que comieran fuera junto a
la cocina, para que el día que sobrara comida tuvieran preferencia al reenganche. Aquí, un triste día sucedió lo siguiente: el
Capitán me dijo:
“Hay 17 filetes- comida excepcional-
para otros tantos reenganches; fórmelos, recuéntelos y vaya de cantidad en
cantidad, señalando los 17 afortunados”.
Como en el último hubiera dos soldados
disputándose el lugar opté por excluir a ambos. Paseaba de espalda a los
soldados cuando al oír un rumor me volví
y vi a uno de los eliminados que venía hacia mí empuñando una cuchara al revés
con el propósito de clavármela. Afortunadamente no perdí la serenidad y le
dije:
“Tienes la licencia concedida pendiente
de tramitación, si te arresto posiblemente la pierdas y tardes tiempo en volver
con los tuyos; mientras viene, quiero que me acompañes a cuantos sitios vaya y
compruebes la clase de persona que soy”.
Aquel pobre muchacho era natural de
Vilches (Jaén) y su nombre era F. Torrentera Bravo.
Algo de desconcierto
me desorientaba en un empleo limitado y rodeado de colegas sin futuro que no
inyectaban precisamente optimismo. Los sargentos profesionales, una vez
terminada la guerra, vegetaban o esperaban que surgiera un hueco donde
insertarse en la vida civil. En estas circunstancias, una tarde de principios
del mes de Mayo, alguien de mis superiores me ordenó que había que llevar la
Compañía a confesarse a la Iglesia de San José, distante unos cien metros.
Pregunté si estaban preparados y quién le había hecho la preparación; como era
norma militar, se me contestó que en el ejército no se discutía sino que
simplemente se acataban órdenes de los superiores. Con esta información llevé
la Compañía a la Iglesia; como el capellán se retrasara, mientras llegaba hice
algunas preguntas que me llevaron a la desasosegante conclusión que nadie los
había preparado y que la mayoría nunca se había confesado; apresuradamente les
dije que al arrodillarse dijeran “Ave María Purísima” y prosiguieran “padre
ayúdeme”. Cuando habían pasado 4 ó 5 soldados, tocó el turno a nuestro “machacante”,
con este nombre se designaba a un asistente que en vez de dedicar sus servicios
a un solo oficial, lo prestaba a los tres sargentos de cada Compañía. Nuestro
machacante era un soldado de los que ingresaron en la mili con más edad, tal
vez tuviera los 30 años; fuerte, diligente y discreto nos proporcionó una seria
alarma consistente en que el confesor se levantó y con voz amenazante nos
conminó:
“Sargento, llévese a esta gente y
pídanle a Dios que no vayáis todos al Castillo”.
Una vez de vuelta en el Cuartel, me
apresuré a llamar al Capitán refiriéndole lo sucedido; diome cierta
tranquilidad que en vez de tomarlo como cosa grave, lo tomase a chacota y
echándose a reír me dijo:
“Llego enseguida”.
Pasados unos minutos se encerró con Muñoz
que así se apellidaba el machacante y en poco tiempo salió sin dejar de reír;
inmediatamente le pregunté por las cosas tan graves que hubiera dicho Muñoz y
me contestó:
“Como pidiera al capellán que le
ayudara, empezó a enumerarle los pecados por sus nombres cultos: 6º Mandamiento,
onanismo, lujuria, etc.; como viera que ningún pecado había cometido, empezó a
traducírselos al castellano: relaciones con mujeres, etc… entonces el que se confesaba prorrumpió:
-“Pero hombre, Usted no sabe que tengo
5 hijos”.
Y en este punto hizo levantarse al Capellán y anunciar la amenaza que precede.
Se
decía que entre dos compañías de enchufados, Destinos y Plana Mayor se juntaban
entre 4 ó 5 centurias que jamás aparecían por el Cuartel. Se ignoraba si
pagaban una cuota o si eran enchufados por amistades de los Jefes. De todas
formas y aunque las comidas eran de baja calidad y por tanto de exiguo costo,
entre tanta cantidad de soldados ausentes, debían totalizar un montante
considerable cada año, al cual había que añadir los importes de ropas y
zapatos.
Como se pensaba que podían realizar el
fraude gigante que precede, posiblemente en favor de señoritos, y se permitía
que un padre, como el antedicho Muñoz, dejara abandonados a sus 5 hijos, se
veía evidente que los vencedores de la Guerra Civil carecían de moralidad. Se
me venía a la memoria mi definición del comportamiento ético: Consiste en
respetar la libertad del prójimo para que realice su destino; en reciprocidad,
el prójimo respete la nuestra para que
podamos realizar nuestra vocación.