
Nacido en una familia numerosa era el
séptimo por orden de nacimiento; bien parecido, de aventajada estatura, a los
nueve años tuvo que trabajar en una tenería donde la jornada era de sol a sol
con los pies descalzos y permanentemente mojados. El procedimiento de curtición
era muy viejo, quizás proveniente de los moros y consistía en grandes noques
donde se mantenían los cueros hasta seis meses. Los trabajadores adultos quizás
para librarle de aquel suplicio durante algunos minutos, todos los días lo
mandaban a recoger las sobras de las comidas de los dueños, que destinaban a
dos ejemplares de perros grandes, guardianes, pero antes de llegar a la Tenería
y verterlos a los citados animales, tenía que pararse para que unos niños
hambrientos pudiera encontrar algún residuo comestible. ¡Qué humillación para
todos los padres y para toda la sociedad¡ Hay un antiguo proverbio que dice que
los hijos vienen con su pan debajo de sus brazos; es posible que así fuera en
muchos casos en que los padres sienten que quien los procrea asume la
obligación de sustentarlos hasta que ellos lo pueden hacer por sí mismos; pero en el caso de mi
abuelo ese principio elemental no regía por cuanto que era un hombre de tal
timidez que le impedía crecerse ante las exigencias de la familia y que
paradójicamente era compatible con una soberbia, que dejaba en pañales a la de
los tercios españoles cuando dominaban el mundo, y con un sentido del ridículo
que le impedía correr riesgos de frustraciones.
Mi
padre compensaba la deficiencia de la comida de la familia, con la cena que
hacía en casa de su tío el Capitán jubilado del ejército Francisco Vegazo
Torres que había luchado en Cuba y que supongo muriera joven.
Afortunadamente se daba la
circunstancia que las fábricas de curtidos decaían por no modernizarlas los
empresarios e imponer las técnicas europeas, mientras surgía una artesanía de
la piel al subir, aunque levemente, el nivel de vida. En una sociedad
paupérrima, ni hacían falta carteras para llevar documentos, ni monederos ni
billeteros, ni petacas para evitar que se mojara el tabaco. Donde no había más
que escasez, no había que usar ni guardar nada.
Posiblemente,
como consecuencia del libre comercio y el fomento de la tecnología científica,
toda Europa había aumentado en riqueza y aunque, en menos proporción, España no
era una excepción. Esto determinó en consecuencia que en las grandes capitales
surgiera la artesanía de la piel; entonces en Ubrique, donde se iban liquidando
las artesanías de calzados y curtidos, se agarraron como náufragos a una tabla
a la nueva actividad artesana que denominaban marroquinería.
Mi padre,
como cuantos proceden de un trabajo más duro, aprendió rápidamente el nuevo
oficio y habiéndose establecido por su cuenta, y como lograra en breve tiempo
alguna holgura económica, pensó en formar un hogar; y a tal fin se dirigió a
una doncella, hija del artesano Ignacio Calvo Gómez, hombre de prestigio y
cierta fama por su capacidad de trabajo. Fui testigo presencial que cavando su
viña, y ya iniciada su vejez, que él solo llevaba tan amplio tajo como el de
tres cavadores a sueldo que había contratado.
El matrimonio, aunque mi madre al
contraer nupcias solo tenía 18 años, se desenvolvía perfectamente y se iba
llenando de críos que cuidaba con esmero y simultáneamente cocinaba y atendía
las costuras de las piezas sin ningún mal gesto, ni siquiera una palabra
destemplada; no así mi padre que iba revelando a veces cierto carácter
depresivo; siempre se fijaba una labor excesiva y cuando era imposible
realizarla o alguno de sus operarios hiciera mal la suya, gritaba e insultaba aunque
la cosa o trastorno fuera insignificante económicamente. Por lo demás seguía
conservando, salvo raras excepciones, un carácter tolerante e incluso
brillante. Cuando alguien contara un chiste deslavazado o insulso, él repetía
otra versión que nos hacía reír a todos. Frecuentemente cantaba estas dos pequeñas canciones:
“ Yo no tuve cuando niño las caricias
maternales,
Solo he tenido tristezas y desengaños mortales”.
La
otra decía así:
“Es la noble España
La sin par nación,
En cuyos dominios
No se pone el sol,
Gloria a la patria querida mía
Que humillaciones
No padeció
¡compañeros, viva,
Viva la nación¡”
Era
lógico que en la primera canción lamentara que su infancia fuera menos feliz. En
cuanto a la segunda, solo la explica el sadismo y la mala fe de los maestros y los gobernantes que cuando
la más feble nación nos humillara, se confundiera y se engañara a toda la
infancia. Debían decirle la verdad que era: “Nuestra conquista de América no
fue obra de minorías preparadas y previsoras; fue obra del pueblo y el pueblo a
cambio de otras virtudes, carece de ideas de futuro” (Ortega y Gasset).
¡La pequeña prosperidad de mi padre
se debía a poseer una intuición de las características de cada zona de la piel
que le permitía aplicar toda ella adecuadamente a su función en la pieza
confeccionada, sin desperdiciar nada¡
Recién
casado, tuvo una aparcería con mi tío Juan Calvo Jiménez, cuya duración fue muy
breve porque mientras mi tío era un artista de pocas piezas, cortito, que podía
ganar exposiciones, mi padre era un trabajador muy largo, dentro de la
corrección de lo elaborado. Después de varias experiencias satisfactorias
nombró un viajante de prestigio, de apellido Astillero, que le enviaba bastante
trabajo, pero que hubo de prescindir de él y de los operarios, porque mi padre
ajustaba sus costos por su capacidad de producción y los operarios no le
igualaban y originaban pérdidas. Cuando prescindió de los operarios, con
frecuencia pasaban por nuestra calle cantando una copleta que decía:
“En la orilla del río canta una loca,
Cada uno se jode cuando le toca”.
La verdad es que a mi padre no lo perjudicaban; cuando yo, que podía
tener 9/10 años, le preguntaba qué significaba aquello, respondía:
“Esta pobre gente se encuentra sin trabajo y en vez de
preocuparse de la forma de encontrarlo, creen que es suficiente con ofender al
presunto culpable”.
En general,
en la 2ª República, los trabajadores cuando estaban descontentos o lamentaban
alguna falta o agravio, en vez de recurrir al diálogo respondían con
copletuchas. Otro día les trasladaré otras; ahora les transcribo solo dos:
“San José bendito ¿por qué te quemaste?
Viendo que eran gachas ¿por qué no soplaste?
Y otra:
“San Pedro como era calvo
Le picaban los mosquitos
Y la Virgen le decía
Ponte el gorro, Periquito”.
El sitio
donde lo cantaban los trabajadores era en una vivienda contigua a mi casa, que
mi padre tenía alquilada a María García, casada con Castro. La citada calle de
vecinos era presumiblemente de Derechas
por lo que así podían ofender con estas canciones sus supuestas creencias. Los
partidos sean de Derecha o de Izquierda cuando son espúreos, que es la mayoría
de las veces, rehúsan el diálogo porque ellos portan el germen de la tiranía y
el diálogo se lo frustra.
Recién
terminada la guerra compró un cortijo de riego, denominado el Garrotal que presentaba
un potencial de posibilidades económicas formidable. Pero en vez de arrendarlo,
como procedía en un dueño que ignoraba la agricultura, tuvo dos medianeros
sucesivamente con los que salió peleando. La compró a ojo, sin medida, y la
vendió midiéndola, pese a iniciarse la inflación le perdió dinero. Simultáneamente vendió la
fábrica de marroquinería que era la más mecanizada y automatizada de Ubrique.
Como el mosto del país tenía gran demanda y
las viñas de Ubrique se estaban perdiendo, pensó en comprar uvas en Los
Palacios (Sevilla) en aparcería con mi abuelo; mi abuelo, que era un excelente
trabajador, entendía poco de negocios, y compró unas uvas cuyo caldo solo dio
vinagre, cuya pérdida menguó más su capital y lo único que se le ocurrió a mi
padre fue inculpar a mi abuelo, siendo tanto uno como otro culpable, y disgustarse
con toda la familia materna.
Continuará….