LOS TRES HIJOS MAYORES
Habían
nacido respectivamente en Octubre de 1954, Julio de 1956 y Septiembre de 1958.
Mientras que, con las propias diferencias de los humanos,
coincidían dos en su serenidad, un tercero discrepaba completamente. Tal era su
inquietud y travesuras que hubimos de ponerle una niñera solo para él. Era una
muchacha de campo, limpia y hacendosa pero algo brusca en algunas ocasiones. En
algún momento que se distraía, el niño aprovechaba la oportunidad para realizar
una travesura o disparate. Fue muy sonada por sus consecuencias la que ahora
cuento. Se subió al aparador donde se entretuvo en tirar todas las vajillas y
cristalería al suelo. Mientras la pobre muchacha se ocupaba de recoger las piezas rotas, según
me informó mi mujer, le dijo:
-“Eres
más malo que A.”
Como
preguntara quién fue el tal A., para evitar violencia, se la trasladé a la
niñera quien dijo:
-“Un
día que los falangistas fueron a tomar la Sauceda se encontraron una de las chozas cerrada,
vocearon para que les abrieran y como no lo hicieran, dispararon y la
descerrajaron y al entrar vieron con horror que la dueña aparecía en el suelo
con un tiro en medio de la frente mientras expulsaba el feto. El que mandaba la
expedición, que era el tal A., se precipitó sobre el feto aún con vida y lo
arremató cogiéndolo por las piernecitas chocándolo contra las paredes de la
choza.
Varios
zagales que jugábamos en la calle tuvimos noticias que llevaban el cadáver de
una mujer hacia el Asilo y como nos apresuráramos a correr, llegamos a tiempo cuando
la descargaban. Era una mujer joven, de mediana estatura y constitución rolliza,
que llevaba un traje negro nuevo y que presentaba un agujero en mitad de la
frente por donde manaba un hilillo de sangre”.
Después
del suceso de la vajilla, surgieron otros que relaciono a continuación. Como la
madre fuera excesivamente enérgica con los críos en la asistencia a misa, un
domingo a la hora del almuerzo me contó lo siguiente:
-“A
la hora de la misa, como viniera el niño y llamara a la puerta, le negué abrirle
porque era hora de estar en misa; pero como insistiera diciendo que venía por
el catecismo accedí y le abrí; seguidamente buscó una página en la cual me
leyó: “Los niños menores de 10 años no
tienen obligación de ir a misa”.
Julia, mi mujer, cuya sólida religiosidad admitía el error y
la duda, después de narrarme lo sucedido me pidió mi opinión que yo eludí. No
obstante terminó el fin de la incidencia: el niño tiró el Catecismo diciendo: “Te
quieres ir ya….”
Tenía
un maestro de Almería que se llamaba don Juan David. La escuela en aquellos años era mayoritariamente unitaria.
Coincidió que mientras el maestro explicaba
a los mayores el reinado de Carlos III manteniendo la tesis de su bondad
real y la del ministro Aranda, y la expulsión de los Jesuitas, el niño se
levantó preguntando si también eran buenos los Jesuitas.
Produjo
tal desconcierto en el maestro que vino a mí preguntándome qué materias
conversaba con el niño. Manifesté que yo tenía mucho trabajo y jamás le había
comentado tal tema. El niño se fue a Málaga a hacer el Ingreso al cumplir los
diez años.
Ya
ahora os voy a relatar el mayor disparate de su infancia. Se juntaba con otro
chiquillo de su edad, llamado de segundo apellido Barrera. En la que entonces
se denominaba Plaza de la Verdura daban su sombra hermosos morales que los camareros llenaban de mesas y sillas
para servir bebidas en el verano. Había
unos amigos disfrutando cuando los dos pequeños infantes pensaron en otra cosa
algo levemente contraria. Barrera, que siempre era el promotor, sugirió que mi
hijo se subiera en el moral desde el cual debía saltar encima de la mesa, cosa
que sin demora se apresuró a realizar,
dada la bondad de la idea… No quedó ningún vaso, silla ni mesa en su sitio. Mi
hijo se partió la parte interior de una de sus mejillas y los aspirantes a un rato de ocio salieron
despavoridos. Se ignora si es que ya habían terminado la consumición o fue que
los daños los sufragó la madre.
Ubrique 14 de abril de 2020
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