Proseguí
la marcha sin novedad hasta llegar a la frontera alemana donde entraron en mi
compartimento unos paracaidistas tan jóvenes como saludables y esbeltos que
dieron los buenos días en francés y al responderles en español automáticamente,
como movidos por un resorte, se levantaron pronunciando mientras salían:
“¡Chien franquiste¡”.
Continué el viaje hasta las seis de
la tarde en que llegué a Frankfurt, anocheciendo y nevando. Me llegué al Hotel
donde había reservado hospedaje, donde para sorpresa y angustia mías me dijeron
que ante mi tardanza habían dispuesto de la habitación, pero que no me agobiara
porque en la sala de espera de la Estación, que estaba confortablemente
acondicionada, podría quedarme; como mi opinión discrepara de la del hotelero,
no sin antes acordarme del desprestigio que padecíamos los andaluces como
fulleros, dirigí a Keller una llamada explicándole lo sucedido. Su respuesta,
más que toda la propaganda germanófila, más que todos los textos sobre la
cultura germana, me reveló que en aquel país imperaba una civilización
infinitamente superior a la nuestra que merecía esforzarse por conocerla; a
través de la pérdida de la Guerra tenía
una opinión de este pueblo tan negativa que la cordialidad de mi amigo y otros
me obligaron a rectificarla de raíz.
Pero volvamos a su lacónica respuesta, después
de preguntarme dónde estaba y sincronizar nuestros relojes, taxativamente dijo:
-“Sal a tu derecha y en la esquina
donde tu reloj marque la hora X, tomas un autobús”.
Como coincidiera con la hora de
salida de los operarios de las fábricas y tiendas, iba rebosante, que, por cierto,
me originó dos sorpresas: era el primer autobús articulado que veía y aún más
sorprendente fue comprobar que todos
sus ocupantes iban leyendo con avidez.
Pero volvamos a las instrucciones
lacónicas de mi amigo:
“A tal hora, ya anochecido, te apeas
y buscas el número 16 y la calle se llama Frisinter”.
Como la oscuridad me impedía ver el
número, me orientó la iluminación extraordinaria de uno de los chalets donde al
abrir la puerta, como pusieran un pasadoble y exhibieran unas preciosas muñecas
andaluzas del fabricante Marín, me impresionaron tanto que mantengo vivo su recuerdo y la conmoción que me
produjeron. Estaba en casa de unos amigos de Keller llamados Eugen Widemann. El
era ingeniero y ella Licenciada en Hispánicas, lo cual colaboró para
entendernos mientras llegó Keller. Me ofrecieron cena y una habitación para
dormir.
Rápidamente
llegó y organizaron una sobremesa digna de la más noble y distinguida persona; comprendía
que el agasajado y homenajeado principal tal vez fuera mi amigo, pero tengo que
subrayar por mi parte que de la gentileza y generosidad de aquel matrimonio no
me olvidaré jamás y nunca dejaré de estar sorprendido y agradecido. En la
sobremesa se trató de política española que era, más que política, una parodia
a veces sangrienta, y otras, las menos, cómica. Pasaron un reportaje de uno de
sus veraneos en Yugoslavia y de otros en la parte de África Ecuatorial. Me
impresionaron unas imágenes comparativas de adolescentes negras en pleno
desarrollo con otras de adolescentes europeas nórdicas aún indiferenciadas.
Por la mañana, al levantarme inició
tal número de acontecimientos generosos, ahora sí dedicados a mí en su
totalidad, que, comparados con las desatenciones iniciales, en una sola oportunidad que nos dio la vida, me
he avergonzado siempre de no haberles correspondido. Y mi angustia fue más honda porque sumido en el tráfago de mis
actividades comerciales, cuando traté de corresponder a la generosidad sin
límites pude saber que todos habían muerto. Me hizo pensar que quien de la complejidad de la vida
mira solamente una, de sus infinitas facetas solo ve una, al final se quedó
ciego y ya nunca podrá ver la riqueza de su diversidad, quedando incapacitado
para la convivencia.
Reanudo mi memoria de las atenciones
que fui objeto. Como Keller marchara a sus negocios y le pidiera orientación a
la Sra. sobre la forma de desarrollar los míos, principalmente sobre traslados
e intérpretes, la nunca bien estimada señora se ofreció a acompañarme. No
padecí ninguna limitación ni contrariedad. No los olvidaré nunca. De modo
especial, jamás se borrará de mi corazón que cuando me levantaba al amanecer se
personaron en la puerta de mi habitación dos niños y una niña, una princesita
gótica que era la encarnación de lo arcangélico, que, aleccionada por su madre, me deseó el día mejor en
mi lengua.
Cuando recuerdo la cordialidad que
me dedicaron y la forma de corresponderles que tuve con ellos que se aproximaba
a lo burdo y casi lo soez, se recrudece mi vergüenza. Ocurrió que un mal día se
presentaron en Ubrique y como mi primer habitáculo de recién casado no fuera lo
presentable que debía y se merecían, los llevé a la casa de mis padres y se los
presenté, lo que constituyó todas
las atenciones con que correspondí a las infinitas suyas.
A veces, cuando se abre la herida de
mi mal comportamiento, pienso que la única compensación pudiera consistir, ya
que me es imposible realizarla yo, la que llevara a efecto alguien de mi
descendencia como gratitud a ellos y homenaje a su pueblo- como digo- que
aprendiera alemán. A veces tengo
veleidades de filósofo y pienso que mientras el español es un idioma de medios superficiales, el alemán lo es de fines
profundos y que por tanto se equilibrarían.
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