La
memoria de hombres de ínfima calidad humana me ha traído a la mente el recuerdo
de una joven excepcional que frustró su vida paradójicamente por el grave error
de la elección matrimonial.
Sin ser guapa era vistosa y
atractiva y de una simpatía fuera de lo común. Era esbelta. Y andaba con tal
garbo que como decía mi amigo “el Melli”, “hay mujeres que al andar el sonido
de sus tacones conmueven las estrellas”. ¿Dónde había adquirido esta mujer estos
dotes o acaso eran naturales en ella? Profesionalmente era modista y su
excelsitud provocaba el mismo interrogante. Abrió su taller en la parte más
alta de la calle San Francisco de Cádiz, y a pesar que no era completamente
idóneo, a los pocos meses, las señoras de las clases más selectas de la ciudad hacían
colas para vestir sus modelos. A cada persona, según edades y demás
circunstancias, le imponía su modelo y color. Como alguien en alguna ocasión le
preguntara dónde estudió estética obtuvo la siguiente desconcertante respuesta:
“En
ninguna academia; si se presenta una cliente por primera vez, sin haberla visto
nunca, sé el modelo y el color que debe vestir”.
Todo discurría de forma colosal cuando la
malaventura hizo que apareciera un novio que representaba el tipo moral
antagónico a aquella cenicienta invertida porque se inició la vida de reina y
la terminó de esclava; del enamoramiento pasaron al matrimonio y del matrimonio
por la mala fe del marido a las permanentes disputas hasta la separación.
Parece ser que desde el primer momento, el parasitismo del cónyuge le sacaba
cuanto dinero podía. Como ella quedó embarazada y le obligara a tomar purgantes
para que abortara, no tuvo más opción que la indicada.
M. se fue a vivir con dos tías
viudas que tenían un piso en la calle Rosario. Cuando el ex marido la localizó
volvió a sacarle dinero esgrimiendo ahora una pistola. Como se formara en el
vecindario femenino la lógica alarma e inquietud, apelaron, para evitarlo, al
único varón que había entre todos los pisos a las horas de trabajo. Daba la
circunstancia que éste era un
estudiante joven de poca edad y fortaleza. Consciente de que aquel ultraje no
se podía tolerar y podría acarrear una tragedia, púsose entonces en contacto
con el Comisario de la Policía, natural de Ubrique y de nombre P.G.M a quien le
expuso detalladamente lo que le ocurría. Respondió que estuviera tranquilo. Que
podía hacerle cara porque la pistola con que amenazaba procedía del padre de un
amigote suyo, de nombre F. Besa, y no disparaba.
Como el estudiante expusiera que a pesar de todo no se
enfrentaría con él, ofreció otra alternativa consistente en que pusiera un
guardia en la esquina de la Plaza de San Agustín y que cuando entrara el estafador,
si alguien se asomara a alguna ventana con un pañuelo, el guardia procedería a
detenerlo.
Una vez detenido, el estudiante hubo de ir varias veces a la Comisaría, donde tuvo
la oportunidad de informarse de las andanzas y compañías del desalmado sujeto.
Se juntaba el apresado además del facilitador de la pistola, con un tercer
marginado. Entre los tres, para continuar viviendo sin trabajar, tenían el
proyecto de secuestrar al principal armador de la ciudad. Pero la Policía no les
dedicaba mayor atención considerando que carecían de los elementos necesarios
para realizarlo.
Lamentablemente ella dio a luz una
niña que apadrinaron entre una hermana de la madre y el estudiante, sobrino de
primos hermanos, pues su madre era prima hermana de M. Lo lamentable no fue el parto sino que le provocara una tisis que le arrebató la
vida.
Deprimente de verdad; quizás como
prueba de benevolencia hacia el delincuente que imponía la autoridad que se
observara con todos los antiguos voluntarios de la División Azul, sugirió que
el matrimonio celebraran una entrevista y que si ella lo perdonara, quedaría en
libertad.
Haciendo gala de una generosidad sin
límite, lo perdonó quedando en libertad.
Cuando la excelsa mujer murió,
quizás no hubiera cumplido 26 años, se frustró una feminidad auténtica y
sublime.
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