miércoles, 8 de abril de 2020

POR AFÁN DE APRENDER




            En Junio de 1939 se nos dijo que ya no podríamos ir como de costumbre a Jerez a examinarnos, que el año en curso habríamos de ir a Cádiz y en años sucesivos tendríamos que estar en un Instituto matriculados. Como cuando los perdigones en presencia del águila se dispersan y ocultan, desaparecimos. Podríamos reunirnos cuando comenzaron las vacaciones de junio, 14 o 16 zagales. Los más pudientes fueron al Colegio del Palo (Málaga), la mayoría a los Salesianos de Ronda, y alguien, que resultó con vocación sacerdotal, a Sevilla. Los primeros ministros franquistas para mayor gloria de Dios y la Patria, sin olvidar la suya, decretaron que no se podía estudiar por libre en sus pueblos respectivos.  (Alguien juzgó que limitar la enseñanza superior era un error pero imposible de impugnar).
            El Rector del Seminario con la pretensión que los Seminaristas fueran más eficientes y ejemplares decidió traérselos a Ubrique, al antiguo Convento de Capuchinos, desde el año 36 abandonado. Alguien discrepaba de su medida; creía que quien había de corregir abusos y pecados había de vivir en la sociedad y no en una urna. Nuestro compañero, el Seminarista, en su fervor de hacer méritos y prosélitos, nos sugirió a los que quisiéramos que si teníamos deseos de perfeccionar nuestro Latín, el Rector nos daría clases desinteresadamente.
            Reconocimos que aquel cura dominaba la materia. Pero la cordura que reinaba en la clase, un mal día lo rompió una anciana. Era una pobre mujer decrépita y andrajosa, que apenas veía y con dificultad andaba, sus ojos de color indefinido impresionaban, pero lo que causaba más fuerte impacto eran sus párpados caídos de color rojo. Sin mediar otras palabras, gritó mientras adelantaba sus brazos: “¡Aquí¡ ¡Aquí es¡ Mi nieto Sebastián, que es muy guapo, para legalizar su situación en los Países Bajos necesita su partida de Bautismo”. Sin disimular su enojo le respondió el cura: “Venga mañana y a otra hora porque estamos en clase”.
            Un alumno esgrimiendo que vivía en extramuros inaccesibles y las limitaciones físicas de la anciana, sugirió al cura que le indicara el número del legajo que él haría la copia y todos contentos. Pero entonces, manteniendo su escasa amabilidad y en un santiamén se levantó el cura y le entregó la partida, no omitiendo que eran 35 céntimos de peseta. La anciana como la recogiera y se marchara y el Rector esperara el cobro, dio lugar a la intervención de otro alumno que preguntó: “Si el Derecho Canónico no permite la exención en este triste caso, pongamos unos céntimos cada uno y todo resuelto”.
            Sin hacer cuenta a los céntimos recogidos, dio por terminada la clase notificando al alumno que sugirió el pago que a las cuatro lo esperaba en la Iglesia. La clase se celebraba en la sacristía.
            El profesor a la hora impuesta le hizo la siguiente interrogación: “¿Crees en Dios?” El alumno sin demora respondió: “Esa pregunta se hace a lo más íntimo y reservado de la persona. Tengo sólidas reservas sobre las creencias de muchas gentes pero como ellas le pertenecen y atañen exclusivamente a ellos, me abstengo de preguntarles”. Prosiguió el profesor: “¿Crees en los sacerdotes?” Respuesta: “¡Como en cualquier otra profesión¡ Hay carpinteros, albañiles e ingenieros que dominan sus profesiones. Otros no merecen ninguna atención”. Sus últimas palabras fueron: “Eres un caso completamente perdido”. El alumno:” Me encuentro totalmente encontrado”.
            Pero como antes de pisar la calle el zagal se diese cuenta de la peligrosidad de sus manifestaciones en manos de religiosos identificados con los políticos, volvió al cura y le pidió: “¿Podría evitar que esta conversación trascendiera?”. Al contestarle afirmativamente,  se dieron la mano.
            Llegado a su casa, merendó y después de hojear algún libro, se marchó a Los Callejones donde contó a sus amigos lo sucedido. Alguien aprobó, otro censuró y la mayoría estuvieron en silencio.
            Pero a la hora de cenar ocurrió lo más doloroso: su madre y su hermana lloraban desoladamente. En principio pensó en alguna riña del matrimonio. Pero como se prolongara el llanto, pregunté por lo sucedido; el cura había visitado los Oratorios de Ubrique rogando hicieran Novenas por mi conversión.
            ¡Tuve el afán de aprender Latín y padecí la felonía de un cura!
  
PRUDENCIO CABEZAS CALVO, UBRIQUE 7 DE ABRIL DE 2020.



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